EL PLACER DE LA LENTITUD

Milan Kundera en su libro “La lentitud” afirma que la velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre. El grado de velocidad es directamente proporcional al la intensidad del olvido. Nuestra época parece vivir tan rápido para olvidarse de sí misma, obsesionada con olvidar, harta o avergonzada de sí misma.

Hay un proverbio checo que refleja en lo que consiste la dulce ociosidad o el dolce far niente: contemplar las ventanas de Dios. Los que lo hacen no se aburren, son felices. ¿Cuánto hace que no miramos a las nubes y adivinamos formas en ellas? No tenemos tiempo.

Ha desaparecido el placer de la lentitud. Vivimos rápidamente. La informática ha supuesto una revolución en el trabajo pues nos permite emplear menos tiempo para realizar las mismas tareas. Internet ha empequeñecido el planeta y junto con los avances en las telecomunicaciones hoy en día se consigue en multiplicar la producción reduciendo el tiempo necesario para ello.

Epicuro nos dejó su filosofía de la vida. Una filosofía consistente en lograr la felicidad mediante el placer. El hedonista busca el placer como fin supremo de la vida, sin límites. El epicúreo disfruta del placer moderado. Epicuro sólo recomendaba placeres modestos y prudentes. El aurea mediocritas aristotélico.

También se nos marca el placer de las cosas sencillas. Un café recién hecho; el olor a tierra mojada o a césped recién segado. Incluso el del lapicero que acabamos de afilar. Una conversación con amigos en casa. Un baño. La lectura de un libro. Escuchar música. ¿Acaso no encontramos más placer y más duradero en estos actos sencillos que en los provenientes del lujo y los excesos? ¿No nos hacen más felices estos detalles cotidianos que aquellas vacaciones impresionantes que nos dimos el gustazo de disfrutar una vez?

Lo que se vive deprisa se retiene peor la memoria; como lo que se lee deprisa. La vida muy aprovechada en el sentido de acumulación de experiencias, trabajo, actividades… está más enriquecida pero deja apenas poso. ¿No recordamos más, mejor y en general con más cariño esos periodos con muchos tiempos ociosos, a veces incluso de tedio, contemplando las nubes o mirando al gente pasar? ¿Cuándo fue la última vez que nos detuvimos a admirar el mar sin fijarnos en el reloj?

Cuanto más despacio se disfrutó la experiencia más indeleble es su huella en la memoria.

Yo recuerdo, por ejemplo, las horas que “perdí” mirando al mar en Eastbourne. Las nubes que sobrevolaban la huerta en Cistierna. Las estrellas en esa misma huerta o en La Gomera. La pared de mi habitación de niño, con su papel pintado. Retengo aún en la memoria el aspecto y parte del contenido de los apuntes de la oposición. Mis mejores recuerdos proceden del cuarto alquilado en Lindau o mis paseos en bicicleta a orillas del lago Constanza, deteniéndome a zambullir mi mirada en sus aguas. Las horas muertas contemplando maravillado la carita de bebé de mi hija Rebeca.

Ratos lentos que se imprimen en nuestra memoria.

Todo lleva su tiempo. Lo bien hecho requiere tiempo. Cuanto más tiempo requiere su formación mayor es su persistencia.

Y en esta sociedad mercantilista lo que más tiempo requiere para su creación suele tener un mayor coste económico. El tiempo es uno de los materiales necesarios para crear diamantes, el tiempo es caro, es oro.

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