SOY VIEJO

Me miro las manos, sarmientos retorcidos y descarnados, con manchas en la piel. El espejo me devuelve unos ojos aureolados de niebla, el moquillo me gotea de unos dilatados ollares y los lóbulos de mis hirsutas orejas se alargan como los relojes dalinianos en La persistencia de la memoria. Hace años que desistí de pelearme con las cejas rebeldes y mi vientre se ha hinchado de manera descomunal. Sí, la vejez me ha deformado el cuerpo.

Me gusta ser viejo. No por el mero hecho de haber llegado a octogenario y haber vivido mucho sino porque yo no tengo miedo ni a la palabra ni a la edad. Por supuesto que tiene algunas ventajillas ser mozo. La más evidente es la mayor esperanza de vida que le resta a uno. También, y en condiciones normales, ser joven lleva implícita la salud y la energía.

Entonces, ¿es mejor ser joven que viejo? Parece admitido que sí, al menos hoy y en nuestra sociedad occidental. Históricamente no siempre fue así. En la antigua Grecia —y no sólo entonces— se nos veneraba a los viejos. Tendría que haber nacido hace dos mil años… Por nuestra sabiduría, nuestra experiencia, nuestra autoridad. El niño no era más que un hombre en potencia. El adolescente uno a medio hacer. Y el joven uno comenzando a ser.

Reconozco que cuando uno tiene más años de vida por detrás que por delante, siendo consciente de la vecindad de la muerte, un poco de angustia existencial se puede tener. Aun así, como es algo irremediable, no me lamento y gimo acurrucado esperando mi cita con la parca. Es inútil llorar por no poder volar o porque el mar es enorme. Resistirse a lo irremediable es fútil e improductivo, y ya no tengo tanta energía que desperdiciar. Incluso arrepentirse del pasado, que no podemos cambiar, no vale la pena.

Ya caminaron muchos años mis piernas achacosas, pero no se me acaba el camino. Conservo tantos dientes como amigos, los justos. No se me va la cabeza más que en la siesta, que algún día me desnuco, eso sí. El pescuezo no me llega al cuello de la camisa y el pellejo lo tengo fofo desde la papada hasta el ombligo. ¿Y qué? Al menos no me faltan dedos ni me lo hago en los pantalones, como quien yo me sé del hogar.

Con la vejez llega la serenidad. Los eufemismos de Edad Dorada, Tercera Edad —¿cuáles son la cuarta, quinta…?— ahuyentan el atractivo de llegar a tener muchos años y poder contarlo. ¿Por qué es malo ser viejo? Anciano suena mejor, pero ¬¬¬¬—salvo por su alusión a ser centenario— no es mejor palabra.

Partamos de unas premisas para disfrutar de la vejera. Existen tres mínimos: un mínimo de salud, un mínimo de recursos económicos y un mínimo de inquietudes. Si nos asedia la enfermedad, la penuria monetaria o la falta de ocupación, la perspectiva de una larga vida es más bien deprimente. Aunque también lo sería para alguien joven enfermo, en paro y sin motivaciones.

Con ochenta años podemos y debemos sacar partido a la experiencia de lo vivido. En circunstancias normales no tendremos grandes responsabilidades económicas ni familiares —la casa está pagada, no trabajamos y los hijos están criados y la pensión es para tabaco de liar y carajillos—. Tampoco nosotros debemos ser una carga. Mientras me pueda valer por mí mismo no voy a permitir que mi nuera me limpie las nalgas. Aunque…

Tenemos las pasas arrugadas dos ventajas que no tiene nadie con menos años en la faltriquera: experiencia y libertad. La primera es inherente al recorrido vital, aunque su aprovechamiento y la riqueza de la misma depende de cada uno. La experiencia es la posibilidad de paladear con regusto nuestros recuerdos y, si nos dejan, contarlos en forma de batallitas. Es, también, la oportunidad de elegir lo que sabemos que nos gusta, después de haber probado antes muchas cosas.

Libertad es la ausencia de responsabilidades laborales, de la necesidad de justificar nuestros gustos y manías, es la posibilidad de decir lo que nos apetezca sin preocuparnos nunca más de las consecuencias. ¡Qué placer! A los viejos se les permite eso, bien porque nos tachen de seniles bien porque crean que verbalizamos dogmas.

Quizá no nos apetezca probar cosas nuevas, puede que prefiramos disfrutar cada jornada con aquello que ya conocemos y que más placer nos da. Un cigarrillo, un café, una conversación, sentarnos al sol como lagartijas, un paseo en zapatillas, una película en blanco y negro, un libro de hojas amarillentas y manoseadas, un licor… Puede que la rutina ya no sea un espanto sino una seguridad. Que cifremos la estabilidad en lo conocido.

Creo, por último, que lo que permite al viejo sentirse vivo es tener inquietudes. Ilusión por los nietos, por una afición —jugar al mus, leer novelas del oeste, ver las películas de Antonio Molina, escuchar zarzuela, construir maquetas y dioramas…— que nos estimule a levantarnos cada mañana. Tener algo que hacer, un reto para nuestro cerebro que lo mantenga en activo. Cuando el cerebro no tiene estímulos va desacelerándose y, como consecuencia, el resto de órganos del cuerpo se van desenchufando. Ya no tienen función que cumplir. Una cabeza activa mantiene el cuerpo encendido, quizá más pausado que con treinta años, pero la prisa tampoco tiene mucho sentido ahora. Sin inquietudes la vida durará lo que el efecto de la inercia.

La vida la hemos llenado de cosas superfluas. Lo que más nos llena no requiere tanto espacio ni tiempo. De viejo descubrimos esto y desaparecen las prisas, las necesidades y las ansias que nos esclavizaban de jóvenes. No es que no tengamos apetencias sino que son otras las cosas que nos atraen y no son tantas.

Yo no querría volver a ser joven —salvo por recuperar longevidad—. Soy feliz de viejo arrugado, con mi mochila de vida bien cargada, sibarita en mis ritos cotidianos, con mucho que hacer todavía.

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