Queso con tornillo

¡Cómo hemos cambiado! ¡Qué diferente es la sociedad ahora! Para bien en algunas cosas, para no tan bien en otras. Permitidme que os cuente una experiencia personal de hace muchos, muchos años…

A la familia de mis abuelos paternos la llamaban Los Ratones. ¿Por qué? Porque les encantaba el queso. En su casa se comía casi a diario. Por aquel entonces —era de cuando yo iba a E.G.B.—, no existían supermercados ni la variedad de quesos que se encuentran hoy con facilidad. Estaban los manchegos de oveja, los de Cabrales, el de vaca de toda la vida… a lo sumo se distinguían entre curados y tiernos. Salvo en casa de mis abuelos, que encargaba en la tienda de ultramarinos del pueblo, Casa Chopin —no por el compositor, sino como diminutivo de chopo, el mote del tendero—, una remesa de Emmental, Camembert, Gruyère, Maasdam… era un pequeño lujo y casi una excentricidad.

Verano. A la hora de la cena nos arremolinábamos todos en torno a la mesa: abuelos, padres y nietos apretujados para dar cuenta de unas sopas de ajo, codorniz al horno y una tabla de quesos. Al cortar una loncha de Emmental el cuchillo de mi abuelo se frenó en su aromático deslizar por el queso suizo con algo que sonó demasiado sólido. Nos miramos como si hubiéramos descubierto la figurita del Roscón de Reyes. Mi abuelo empezó a diseccionar el queso como un cirujano, con la precisión de un bisturí extrajo el objeto. La expectación se vino abajo en cuanto apareció entre sus dedos un tornillo. Nos quedamos mudos. Se trataba de un tornillo de rosca de unos diez centímetros, de cabeza hexagonal. Sin duda, un tornillo industrial.

Rompimos a reír, una explosión de carcajadas que liberó a la cena del cansancio del día. Mi abuela retiró el tornillo para lavarlo y mi abuelo continuó cortando y repartiendo el queso. Nadie puso pegas a la higiene del Emmental ni a su sabor.

Hoy me puedo imaginar la situación muy diferente. Quizá no en mi familia, porque la conozco, pero en otra cualquiera. Poco tardaría el pater familias en llamar a Consumidores o, mejor todavía, a Tele 5 para proclamar a los cuatro vientos su indignación. Se sentía estafado —había comprado la cuña al peso—, estaba decidido a poner una denuncia, afirmaría sentir retortijones producidos por una intoxicación lácteo-metálica, intentaría sacar de la empresa quesera unos millones y no tener que trabajar más.

Mi abuelo nos educó de otra manera y en esa ocasión aprendí algo muy importante. Lo que hizo mi abuelo al día siguiente fue escribir una carta a Suiza, a la fábrica desde la que mandaban el queso a Casa Chopin. En su carta, siempre educada y correcta, le explicaba lo sucedido al director —cuyo nombre ignoraba y al que llamó Herr Direktor; no existía Google para guglear aquel dato— y con sentido del humor le sugería que sondease al personal por si alguno había perdido un tornillo o, peor aún, se hubiera desprendido de una de sus máquinas, lo cual sería dramático pues podría suceder que la producción de ese queso tan rico se viera interrumpida. Le adjuntaba el tornillo en cuestión y le felicitaba con toda sinceridad por crear aquel manjar culinario.

Unas semanas después —la velocidad no era una enfermedad de nuestro tiempo por entonces— llegó un paquete enorme a casa de mi abuelo. El matasellos se había estampado en Berna, pero lo que delataba su contenido era el olor. El paquete tuvieron que introducirlo en la casa entre el cartero y mi abuelo, de grande que era. Ni los Reyes Magos le podrían haber traído un regalo mejor al padre de mi padre. Un surtido colosal de quesos suizos, aromáticos, cremosos, agujereados, sin agujeros… A mi abuelo la intensidad del aroma le hizo saltársele las lágrimas, eso me dijo, y tuve que leerle yo la carta del Herr Direktor, que sí tenía nombre y era Johann Luzern. En el mismo tono respetuoso y humorístico de mi abuelo le agradecía haberle remitido aquel tornillo que llevaban buscando hacía semanas y les traía de cabeza. En agradecimiento le remitía una pequeña selección de quesos, confiando en que fueran de su agrado y en seguir contando con él como consumidor satisfecho y feliz. La calidad de nuestros quesos siempre procura estar a la altura de clientes como usted, concluía.

No recuerdo cuánto tardamos en dar cuenta del descomunal envío, ni lo comentada que fue la anécdota. Se me quedó grabado, eso sí, el ejemplo y la lección que nos dio mi abuelo. Que las buenas palabras y una sonrisa consiguen más que los gruñidos y las amenazas. Es más fácil cazar moscas con miel que con vinagre. He procurado recordar este modelo de comportamiento toda mi vida porque estoy convencido de que el respeto, la buena educación y un halago sincero producen un mejor efecto en todo el mundo. La convivencia sería más armoniosa y agradable, los días más luminosos y tendríamos el espíritu sereno y en buena disposición.

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