MIS CLIENTES FAVORITOS

Tengo los mejores clientes del mundo. Sí, ya sé que en las comunidades de propietarios tenemos de todo y no siempre agradable, pero es que los míos se llevan la palma. Os cuento unos ejemplos.
No hace ni dos semanas apareció el último: un pasayo. Tranquilos, no estoy ofendiendo a nadie. Era un payaso de profesión. Se trataba del típico vecino que no vive en la comunidad, no hemos hablado con él por teléfono y, como paga religiosamente, no retenemos su nombre en la memoria. Llamó a la puerta, pero no como todo el mundo, apretando el botón del timbre, no, lo hizo como mejor sabe, tocando una bocina. Ni que decir tiene que tras el susto inicial, no abrimos la puerta, pensamos que alguien iba a casa del vecino de al lado. Ante la insistencia en los bocinazos, abrimos la puerta por curiosidad. Ahí estaba él, con sus zapatones de metro y medio, su traje multicolor, la peluca rosa, una elefantíaca sonrisa blanca y su nariz roja. Moooooc. Un nuevo bocinazo y se coló dentro.
—¡Hola, soy José Gómez y vivo en la comunidad Plaza Nueva, en el 1º D!
Omitió especificar el portal, pero como sólo tenemos una comunidad allí, no era necesario. Los tres que trabajamos en la oficina le mirábamos estupefactos.
—Soy ingeniero aeroespacial y querría saber si me podrían dar un presupuesto para administrar la ISS, la Estación Espacial Internacional.
Nuestras tres mandíbulas se desplomaron de nuestra cara. A pesar de la sonrisa pintada en la cara del payaso hablaba en tono serio.
—Es que cada día somos más y entre rusos, japoneses, chinos, indios y americanos no nos ponemos de acuerdo en quién saca la basura, las horas que tiene que estar encendida la luz del Portal Espacial ni si uno puede construirse un porche junto a las placas solares…
MOOOOOOOOOOOOC
–¡Es broma! —rió tras el sonoro bocinazo.
Había venido a cambiar la dirección de notificaciones, una vez más, porque su circo se mudaba. No le había dado tiempo a cambiarse.

Otro cliente peculiar se nos presentó a primera hora de la mañana. Ya estaba esperando fuera cuando llegó Eva, la administrativa. Insistió en esperarme sin aclarar su intención. Le dio tan mala espina a Eva su cara demacrada y pálida, las ojeras que rodeaban a sus ojos hundidos, el sucio pelo despeinado y la gabardina cerrada, que aprovechó un momento de ir al baño para telefonear y prevenirme.
—Lleva un pequeño maletín —me susurró—. Sé que no hay mafiosos aquí ni creo que lleve una metralleta, pero me da yuyu.
Cuando llegué, preocupado y nervioso —estaba convencido que sería de Hacienda— el hombre de gris se levantó y me sonrió alargando la mano para saludar. Le estreché con miedo unos sarmientos sudados y peludos. Tan sólo sus uñas bien limadas revelaban un espíritu limpio.
—No tengo dinero para pagar la cuota de comunidad este mes —me espetó con una voz cavernosa, casi como la voz en off de las películas—. Por eso he pensado que quizá aceptase usted que le pagara en especie.
Se inclinó sobre su maletín y retrocedí instintivamente, pegándome a la pared. Eva se escabulló hacia el archivo. Extrajo con cuidado un violín y lo limpió despacio con una gamuza granate. Lo encajó en la barbilla y ejercitó los sarmientos que le servían de dedos antes de preguntarme:
—¿Le parece las Czárdás de Paganini?
Y antes de responder yo comenzó su solo. Impresionante. La vecina de arriba dejó de taconear, en la calle no se escuchaba ya ninguna sirena ni frenazo. Ni los teléfonos sonaron durante los tristes acordes de aquel vecino cuyo enorme talento no le daba para pagar la cuota. ¿Qué podía hacer? Imagino que lo que cualquiera: estuve pagándole yo su cuota hasta fin de año, a cambio de un mini concierto mensual.

Menos artística era la siguiente propietaria. Llegó a media mañana, elegante y delgada, con traje de Chanel y uñas francesas. Se sentó frente a mi mesa y comenzó a llorar en silencio. En vano intenté consolarla. Esperé paciente a que se desahogara y me dijese cuál era su problema. Temí que los vecinos le estuviesen haciendo la vida imposible o tuviera una fuga en el dormitorio. No era para llorar así, pero cada uno se toma las adversidades a su manera. Me mantuve en silencio media hora, acompañándola en su dolor. De repente se enjugó sus últimas lágrimas, se levantó y se fue. Sin mediar una palabra. Raro, sí, pero esperad que aquí no acaba la cosa. Volvió al cabo de una semana ¡y otra media hora de suspiros y lagrimones! Ni una palabra, oye, puede que fuera muda. Así cada semana durante un par de meses. El último día apenas lloró y en menos de quince minutos se levantó.
—Es usted un gran administrador —me dijo con una voz de cristal—. Sabe escuchar como Dios manda. El día en que viva en comunidad no dudaré en contratar sus servicios.
Hasta hoy.

Tengo muchos más de este pelo. Por hoy termino con uno más típico. Haceros la composición de lugar: jubilado, canoso, activo en la comunidad. Este es el que me soltó en una junta que él tenía derecho a dejar su coche en medio del pasillo de garajes porque la Ley de Bajantes y Portales le reconocía ese derecho al haber ejercido de presidente durante doce años. No mencionó al famoso artículo 33 —que por lo conocido que es debe de tener una redacción de veinte páginas y venir recogido en toda ley promulgada—, pero le faltó poco. Era suegro de un magistrado del Tribunal Consular de Cantabria y su hijo era abogado. Pero no un abogado cualquiera, que sacó la carrera en tan sólo siete años, cuidadín. Venía a proponerme que le eximiera de pagar la cuota porque estaba muy mayor y no le daba para las “midicinas” con la pensión de ex legionario. Que había estado en Sidi Ifni y en la Guerra de Cuba, entre otras. Antes de que yo pudiera abrir la boca e intentar explicarle algo —cosa que intuía más que difícil— sugirió que en la próxima junta se sometiese a votación el echar de la comunidad a los vecinos del 6º E, porque no participan en la chorizada que hacen cada año el resto de propietarios y, además, no contribuyen a pagar el Plus que tienen pirateado al del 4º. Que me lo pensase bien y ya le diría algo. Con las mismas, se levantó, me cogió la alfombrilla del ratón —“de estas no tengo”, me dijo—, abrió la puerta y se fue.

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